A tan sólo unos minutos de que despuntara el día, Marcial puso fin a su plan de venganza. Más tranquilo al fin y más sereno, con la cara y las manos teñidas de un escarlata que le confería un aire macabro, volvió caminando a su casa para dormir plácidamente a la hora a la que todo alcornoqueño más bien se debería levantar. Cuando llegó, Patricio ya estaba listo, incluso se había lavado la cara. Casi le pega a su hermano por haberlo preocupado durante la noche y por haber faltado al cumplimiento de la promesa que su difunta madre con tanto cariño les transfirió. Pero a Marcial ya todo le daba igual, ahora sólo quería descansar y no le costó trabajo ignorar las maldiciones que Patricio le porfería mientras conciliaba el sueño sobre su pila de colchones viejos.
El sol aun no brillaba en las alturas, la atmósfera estaba todavía casi apagada, neblinosa y ensombrecida además por unos nubarrones negros que amenazaban tormenta. Los alcornoqueños lucían el aspecto del recién levantado, los ojos hinchados y medio cerrados, la cara rosita, el pelo alborotado y las malas pintas. Tanto es, que salieron de sus casas en dirección al camino sin que ninguno se percatara del regalito que Marcial les había dejado en sus calles...
Felices y contentos, por el camino se iban despejando con el chinchón y las perrunillas. Unos cantaban, otros charlaban, los niños cogían ramitos de flores silvestres y todo el mundo felicitaba a las Mari Corcho. Era bonito el camino. Llegaron a la ermita de Nuestra Señora, adornada con flores más que nunca en el día de su festividad, celebraron la misa en su honor y a mediodía la bajaron de su altar para hacer la caminata de vuelta, esta vez con la Virgen a hombros de los mozos más fuertes de la villa.
Qué felices se les veía, ya todos medio borrachos, los niños alborotados, la banda entonando el himno y la imagen de la Patrona erguida sobre su paso por encima de las cabezas de sus fieles hijos... Qué contenta se pondría cuando viera su pueblito, engalanado especialmente para tan digna ocasión. Al final de la cuesta ya se iba viendo la iglesia del pueblo, las primeras casas, el vacío de las calles. Un chispear tímido les animó a apretar el paso cuando apenas quedaban ni dos kilómetros. Y fue entonces cuando empezaron a ver la obra de Marcial. Oh, qué caras se dibujaban, qué estampa la de aquel año.
Sobre las blancas fachadas recién blanqueadas, unas letras torpes y desbaratadas de color escarlata dejaban un mensaje sobre cada casa. En la primera, la casa del barrigón de la tienda de pinturas, decía así: "Aquí vive el tonto el pueblo".
Ante las caras atónitas de los alcornoqueños, los nubarrones empezaron a descargar su agua como si el cielo estuviera llorando, llorando a mares. Como una procesión fantasma, los ciudadanos seguían avanzando en silencio bajo la lluvia, leyendo a un lado y a otro de las calles los insultos que ellos mismos habían dicho alguna vez a los Caretos. El agua desdibujaba las ya de por sí desfiguradas letras y por las paredes y calles corría un agua teñida de rojo que les hizo creer que se encontraban en el mismísimo infierno.
Sin acordarse siquiera de que iban paseando a la Virgen, recorrieron todo el pueblo leyendo aquellas palabras, palabras que reflejaban las miserias de sus gentes, los motes más vergonzosos, la crueldad infinita de niños, padres y abuelos. De repente, entre la bruma, una figura en el suelo, deshecha e inmóvil. Era un Marcial desangrado, que dejando la pintura roja a un lado, se quitó la vida para escribir en la pared de su casa, esta vez con su propia sangre: Viva la Virgen del Corcho.